martes, 29 de julio de 2008

CLARA MERCEDES ARANGO

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* Cucuteña, filóloga, directora de Extensión Cultural de la Universidad Externado de Colombia http://www.uexternado.edu.co/comunicacion/presentacion.htm.

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Fotografía de ANGELA VÁSQUEZ
Aparece (b&N) en la página 5 de la Revista


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POEMAS
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Simacota

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Está como en suspenso la guerra en Simacota. Los soldados ni
atacan ni defienden. Faltan ideas y municiones. De lejos, parecen
niños grandes que jugaran con fusiles de madera. De cerca, derrotados
y sucios, huelen mal y se repelen para evitar olerse. Ni ellos ni los
prisioneros recuerdan dónde están, quién es el enemigo ni por qué
combaten. Malgastaron el odio, las balas y el coraje; olvidaron, o no
les interesa saber, a qué bando pertenecen; tampoco están seguros de
estar vivos o de ser fantasmales como espantos.

Es Agosto, la canícula transpira sequedad, el viento levanta arena
pegajosa y golpea ventanas que no existen. Los que huyeron dejaron
muñones de casas, juguetes rotos, pantalones sin piernas danzando
en los percheros. En Simacota no hay ni árboles con sombra ni
techos con aleros ni patios con aljibes. Nada se mueve y no se sabe
si el vaho que brota es de pólvora, de calor o de arena; si las grietas
quedaron de un incendio, un bombardeo o un volcán. El tiempo se
detiene en Simacota.

Luis Antonio Acevedo, fotógrafo, 43 años, ojizarco, barba de
varios días, llegó a copiar la muerte, pero lo defrauda el paisaje que
encuentra. En Simacota no hay heridos, ni sangre, ni lágrimas, sólo
árboles desnudos junto a un lago sediento y algunos soldados desvariando.
Le duele regresar sin imágenes trágicas. Por eso recrimina al
sargento que jadea a su lado, gritando sin mirarlo, como si estuviera
ausente o muy lejano:
–¡Sargento! Y el eco le responde:
–Sargeeento!... geeento!...
–En este pueblo de mierda! mieeerda!... eerda!... No pasa
nunca nada! naaada!... aaada!...
El sargento se levanta y también grita:
–No ha debido llamarme, llamaaarme!... aaarme!... Si quiere acción,
acióóón... cióóón... abra los ojos ojoos... joos... que la guerra está ahí,
ahííí... hiíí... no sea cobarde! cobaaarde!... aaarde!...


Simacota, al fi lo de la Cordillera de los Cobardes, donde casi nunca
llueve, el viento es pardo y se arrastra sobre la arena, escarbando
pestilencias. Alguien podría traer una cruz, sembrarla en cualquier
parte y estaría señalando a un muerto.

En la plaza detrás de un alambrado
soldados y prisioneros dormitan
como sonámbulos, como aparecidos
irrumpiendo en la siesta. La modorra
no les permite distinguir a los
agonizantes de los sobrevivientes
que merodean como si buscaran las
tumbas, para enterrarse o descansar.
Hay un desgano, incluso de violencia,
porque olvidaron quiénes son y por
qué están allí.


El sol pinta espejos que parecen
lagunas, para enloquecer a los sedientos.
La luz que calcina los cuerpos
hace sudar las piedras y gemir las
lápidas.


Los que hablaron a gritos como
sordos atraviesan la plaza. Acevedo
prepara su cámara fotográfi ca, el sargento
recarga su fusil y disparan al
tiempo. Detrás del alambrado alguien
se cobija para que no descubran que
está muerto. Mientras uno desmonta,
el otro enfoca: un estampido brota de
las sombras y ensordece el ronroneo
de la cámara. El sargento se da vuelta
fatigado de apostar al tiro al blanco
con los prisioneros que convulsionan
moribundos y no sabe si son aliados
o enemigos. Eso no importa, porque
desea que el fotógrafo imprima las
imágenes del terror, del asco, la crueldad
y la lástima. Acevedo se paraliza
ante la escena que venía buscando y
cuando los cuerpos caen, su alarido
lo asusta: ¡yo también los maté!
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